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domingo, 27 de diciembre de 2009

La muñeca de mi madre



La niña que está en la fotografía de la izquierda es Ana Rita Mejía Arango, de aproximadamente cuatro años. Lleva el collar de perlas de la tía abuela Luisa Arango Jaramillo.
Los tres niños son: Cecilia, Gilberto y Germán Arango Mejía.



Por: Cecilia Arango Mejía. Buga, diciembre 24 de 2009

Cuatro años tenía Ana Rita el 29 de diciembre de 1.920, cuando sus padres, como buenos paisas, aficionados a pasear, decidieron hacer un viaje a Buenaventura para conocer el mar.

Bajaron de la ciudad de Manizales situada en las laderas del volcán nevado del Ruiz. Cruzaron la parte plana del valle del río Cauca. En un planchón pasaron a la margen izquierda de este caudaloso río que avanza hacia el norte bordeando la cordillera occidental, hasta llegar a las llanuras de la costa norte de Colombia; allá inclina su curso para encontrarse con el majestuoso río Magdalena. El Cauca es el principal afluente del río más importante de Colombia: el río Magdalena.

La familia llegó a la Sultana del Valle, a Cali, la capital del Departamento del Valle del Cauca, hermosa y alegre ciudad de clima cálido y gente amable, cruzada por el rumoroso río Cali. De esta ciudad dijo nuestro gran poeta llanero Eduardo Carranza: “Cali es un sueño atravesado por un río”.

De Cali viajaron en tren hasta Buenaventura. Llegaron al Hotel Estación, elegante y antiguo hotel de esa ciudad. Este edificio es patrimonio histórico de Buenaventura, del Valle del Cauca y de Colombia, porque en él se ha hospedado durante muchas décadas, gente importante del Valle del Cauca y de Colombia.

El tren salía muy temprano de Cali y llegaba muy tarde a Buenaventura; era y es un viaje largo, subiendo desde el Valle del Río, trepando despacio y bordeando abismos hasta llegar a la cima de la Cordillera Occidental; luego desciende por entre la selva virgen, sin acelerar la locomotora, dibujando curvas peligrosas y cruzando puentes. Este lado de la cordillera tiene varios ríos y cañadas. El tren parece una enorme serpiente que baja por aquella espesa vegetación, buscando el Océano Pacífico.
Llegaron muy cansados por el largo viaje y el calor sofocante a nivel del mar en la zona tórrida. Se bañaron, cenaron y se fueron a dormir. Al día siguiente muy temprano, viajaron a La Bocana. Un pequeño barco cruzaba la bahía, la hermosa Bahía de Cascajal o Buenaventura, la mejor de Suramérica sobre el Pacífico. Este barquito los llevó de oriente a occidente; casi llegando a mar abierto desviaba su rumbo hacia la esquina norte de la bahía; allí se encuentran las playas de La Bocana, frente a la inmensidad del océano.

Cambiaron su ropa de viaje por el anticuado vestido de baño; el de doña Cecilia era un camisón de seda roja con arabescos negros; las magas al estilo japonés cubrían sus hombros. El escote moderado, la falda un poco larga, caía una cuarta abajo de las rodillas. Completaba singular atuendo un calzón bombacho de la misma seda, con elástico en la cintura y en el borde de la manga del pantalón que llegaba hasta la mitad de los muslos. Ella se sumergió y flotó por mucho rato disfrutando el vaivén de las olas. Cuando salió, el camisón húmedo dibujaba la esbelta y bien formada figura de la linda abuela. Por esa época tenía 22 años.

El vestido de don Bernardo: camiseta y pantaloncillos a la rodilla; las dos prendas tenían rayas horizontales negras y blancas; así lo usaban los actores del cine mudo. El también lucía guapo, buen mozo como decimos los colombianos. Su piel blanca, cabello y ojos castaños; fuerte y joven, tenía 28 años. Con el agua a la cintura, sostenía en sus brazos a la niña. Esta niña no tenía traje de baño, solamente llevaba sus pantaloncitos blancos.

Después del baño se sentaron sobre la arena; ella muy bonita, con la cara rosada donde se destacaban sus maravillosos ojos azules, azul de montañas lejanas; su cabello castaño, brillaba con los rayos del sol.

Mientras don Bernardo fue a conseguir el almuerzo, la madre y la niña jugaban con la arena. Luego fueron al kiosco para protegerse del sol, almorzaron pescado frito, arroz con coco y patacones.

Los tres no dejaban de mirar a la negra que sacaban el pescado de la sartén. Ellos sabían que existían personas muy oscuras pero en aquella época en Manizales, por el clima tan frío, no vivía gente negra. Se quedaron sorprendidos al mirar de cerca esa mujer tan negra como el carbón, con cabello como lana de oveja oscura pegada al cráneo, los labios muy gruesos dejaban ver dos hileras de blancos dientes; en sus ojos oscuros resaltaba la blancura de la esclerótica, esa membrana que cubre el globo del ojo; tenía las palmas de las manos y las plantas de los pies muy claros, casi blancos. Era gorda y alta. ¡Qué mujer tan rara! Rara para ellos.

Por la tarde regresaron al puerto y al día siguiente fueron al muelle y conocieron barcos de distintas nacionalidades. Cerca al muelle visitaron un sitio que parecía un mercado persa por la cantidad y calidad de mercancías. Allí consiguieron muchas cosas: vajillas para el café, con tacitas, azucarera y jarrita para la leche; jarrones y floreros, todo en fina porcelana china, porcelana casi transparente. También compraron cortes o piezas de seda para vestidos de doña Cecilia, sus hermanas y sus cuñadas. Dos cortes hermosos de crespón chino, color negro, para doña María Rita Jaramillo viuda de Arango y doña Ana Rosa Restrepo de Mejía; estas dos señoras eran las abuelas de mi madre. Allí también encontraron cascabeles para Arturito, el bebé de nueve meses que se había quedado en Manizales con la abuela materna.

Entre los detalles de las compras, había un kimono de seda negra, con un dragón, emblema chino, un dragón cuyo fondo era toda la espalda del kimono, esta figura finamente bordada en seda blanca. Ese kimono duró muchos años, yo alcancé a conocerlo; esta prenda tenía poco uso. En 1.940 el kimono tenía 20 años y aún lucía bonito y me gustaba; lo usaba para los disfraces.

De aquellas compras también conocí la muñeca de mi madre. Era una muñeca con cara, brazos y piernas color piel, fabricada en porcelana alemana. Tenía muchos vestidos que mi abuela y mi madre le cosieron. Llevaba medias blancas y zapaticos negros de charol. Su carita hermosa con mejillas rosadas, nariz recta, su boca graciosa entreabierta dejaba ver diminutos dientes de porcelana blanca; el cabello rubio como el de las damas de los cuadros de Tiziano, el pintor italiano que le dio tono dorado a los cabellos; por eso las abuelas decían: “tiene el cabello rubio Tiziano”. Los ojos de cristal verde aceituna bordeados de lindas pestañas, se abrían cuando la muñeca estaba de pié o sentada y se cerraban cuando la acostaban. Muñeca dormilona decían las niñas de mi época.

Mi abuela quedó fascinada con esa muñeca que tanto se parecía a su hijita; a pesar de que era costosa, la compraron. Mi madre la cuidó como si fuera su hija y la bautizó con el nombre de Ana Rita. Cuando yo era niña, me la prestaba con muchas recomendaciones porque era un gran recuerdo de familia; yo la prefería y la cuidaba más que a mis muñecas.

Mi abuela, mi abuelo y mis tíos Jaime y José Valentín nos visitaban con frecuencia y a veces se quedaban a dormir en mi casa. Una tarde, 29 de diciembre de 1.942, en la hacienda “El Bosque” celebraban el cumpleaños número 26 de mi madre. La familia estaba reunida; yo jugaba con mis hermanitos: Germán de 6 años, Gilberto de 5. Mi padre sostenía en sus brazos a Hortensia, “Tenchita”, mi linda y graciosa hermanita de 2 años, era la consentida de todos.

Libia María de diez meses, dormía en los brazos de mi abuelita; mi mamá servía el dulce cuando José Valentín, su hermano menor, de 13 años, jugando me quitó la muñeca y caminando de puntillas para no hacer ruido, se acercó a mi madre, sobre el hombro le colocó la muñeca para asustarla y lo consiguió; mamá hizo un movimiento nervioso, le dio un fuerte golpe a la linda muñequita que a pesar de tener 22 años seguía luciendo como una niña de cuatro. Con el golpe, la muñeca cayó al piso; como era de porcelana se volvió añicos.
Mi madre y yo, lloramos tratando de recoger aquellos restos que se llevaban lindos recuerdos. Mamá me dio permiso para enterrarla en el jardín junto al rosal de flores blancas. Germán, Gilberto y yo, le colocamos sobre la tumba muchas flores: rosas, hortensias, claveles, pensamientos, margaritas, lirios morados, violetas, etc. etc., una flor de cada planta de aquel hermoso jardín. La pequeña Hortensia miraba sorprendida, tratando de ayudar, sin comprender aquella extraña ceremonia.

Durante mucho tiempo sentía tristeza cuando recodaba la muñeca que se llamaba Ana Rita: la muñeca de mi madre.

5 comentarios:

  1. Hola Ceci y Bernardo!

    Felicitaciones por el blog, está excelente!

    Gracias por ese trabajo tan maravilloso y por compartir con todos nosotros tan valiosa información(ahora se que pertenezco a la generacion 13 jejeje.
    Ojala muchos mas se sumen a las crónicas que ya se han publicado y que nuestra querida cexy no deje de escribir...Me encantan sus relatos!.

    Abrazos,

    Diana Londoño ARANGO : )

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  2. Hola primo Bernardo y hermanita Cecy:
    Estoy encantada con los relatos vuestros, me remontan a la historia y geografia de mis ancestros, me hace añorar mas mi querida y recordada tierra y sobre todo a mi entrañable familia.
    sigan escribiendo para que mis hijos y nietas puedan hacerse una idea de como vivieron sus antepasados Colombianos.
    Para mi es un sueño hecho realidad, a traves vuestro, al excelente trabajo que habeis hecho recopilando tanta informacion y fotos.
    gracias, muchas gracias. miles de abrazos y besos.Luz Virginia Arango Mejia.

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  3. Hola queridos primos Cecy y Bernardo, que lindo conocer historias de la familia por este medio; saber que la abuela a pesar del transporte tan limitado en la época, tuvo la dicha de conocer el mar, lugar este para mí maravilloso. Bueno... la muñeca algun día hubiese tenido un fin y este fue mejor porque se le pudo dar sepultura. Con Cariño Beatriz Mejía Restrepo

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  4. que lindo relato. lo encontre. buscando el recuerdo de esta dama tan linda-

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  5. que lindo relato. lo encontre. buscando el recuerdo de esta dama tan linda-

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